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DIEGO PÉREZ
HISTORIA DE ARENA
5 SEPTIEMBRE – 31 OCTUBRE, 2020

Dos ejes componen la exposición: la impermanencia de lo monumental y la permanencia de lo
que podría parecer efímero, en términos de prácticas cotidianas y objetos comunes. "Mesa
infinita" (2020) representa el primer eje: pensando en las implicaciones del monumento, el cual
en principio hace permanente un evento o una visión histórica, la transformación del castillo
sugiere que pese a la aparente solidez material de esas visiones de la historia, también están
sujetas a cambios profundos con el paso del tiempo. La importancia de dichas visiones es
clara cuando consideramos la manera en que México como nación y como estado ha
construido y reconstruido su propio pasado a lo largo de dos siglos. Desde el nacionalismo
criollo hasta el pensamiento posrevolucionario, la figura de lo prehispánico ha marcado la
pauta del origen del mexicano; no obstante, las interpretaciones han variado de maneras
significativas. Donde los intelectuales criollos de los siglos XVIII y XIX veían lo indígena como
pasado clásico y como presente a superar por medio de la modernización, la Revolución lo
redefinió como un pasado trágico en necesidad de recuperación frente a la herencia
española, aunque todavía sujeto a un discurso modernizador.

Muchas de las reconstrucciones llevadas a cabo por arqueólogos mexicanos durante el siglo
XX estuvieron acompañadas de ideales que combinaban nacionalismo en política e
indigenismo en estética. Tomaron como punto de partida estructuras completamente
deshechas (como sería el último estado del castillo de arena) para recrear arquitecturas
enteras de manera un tanto especulativa, dada la escasez de representaciones pictóricas de
una gran parte de aquellos edificios. La certeza de la reconstrucción con la cual actualmente
se nos insta a pensar la historia de México desde la arqueología del siglo XX sería parte del
juego que presenta el castillo de arena, como una estructura monumental en miniatura cuyo
destino es ser reconstruida una y otra vez. La monumentalidad, en este sentido, es engañosa,
pues aparenta erigirse por encima del espacio y del tiempo, por encima del devenir de la
humanidad, cuando en última instancia también está sujeta a la interpretación y
reinterpretación histórica de cada generación.

De aquí el sentido del nombre de la exposición: la historia de arena considera tanto la
multiplicidad de narrativas como la inevitabilidad de su ruina y transformación, a diferencia de
la historia monumental y reverencial, como la llamó Friedrich Nietzsche, y que el historiador
Luis González y González popularizó bajo el concepto de historia de bronce. Esta última hace
de los eventos sacralizados en monumentos el eje de todo devenir histórico, aquello que da
forma a los acontecimientos del presente o del pasado, que forjarán un futuro en la misma
dirección. Es la historia representada por la inmovilidad de las estatuas patrias, por todos
aquellos referentes nacionales que sugieren, en las páginas de los libros de texto, que México
es una entidad trascendental, una suerte de identidad monolítica, y que lo indígena constituye
un pasado distante y petrificado. En otras palabras, es una historia que ignora la
contemporaneidad, así como la diversidad, de los pueblos indígenas en el país.

Como sugiere el artista, toda obra monumental viene acompañada de una pérdida; hay una
voluntad de poder que elige llevar cierto entendimiento del mundo a un plano trascendental y
dejar otros para el olvido en la cotidianeidad. Por ejemplo, en una pared del actual Museo de
la Ciudad de México, antes un palacio virreinal erigido en 1536, sobrevive una pieza mexica
en forma de cabeza de serpiente, que el arquitecto español utilizó como cimiento y símbolo de
poder. Este recuerdo constante de la victoria de la alianza tlaxcalteca-española era un
referente no para la escritura de la Historia o una innovación arquitectónica, sino una manera
de mostrarle a la gente que transitaba frente al palacio cuál era la nueva forma de su
sociedad. Sin embargo, es en ese registro cotidiano que numerosos elementos de las culturas
indígenas que cambiaron durante el período colonial perviven incluso después de la
formación de México como estado independiente y su muchas veces abierta hostilidad hacia
lo indígena.

La instalación que compone la segunda parte de la exposición, construida con materiales
comunes y que incluye motivos de inspiración prehispánica, alude a la historia sobre la cual
se erige la vida diaria del país, en la cual la memoria de lo indígena constituye un elemento del
subconsciente colectivo. El entierro de lo indígena por los gobiernos españoles coloniales y
los mexicanos del siglo XIX ha sido correspondido, en los gobiernos posrevolucionarios y
hasta la actualidad, por una especie de desentierro por medio de renovaciones del discurso
histórico de la nación y su despliegue en la arqueología mexicana como imaginario digno de
re-monumentalización. No obstante, ese imaginario excluyó en cierta medida las
continuidades que hacen de aquellos grandes eventos nacionales un castillo de arena: las
tradiciones y prácticas cotidianas que seguirán evolucionando más allá de nuestros días, sea
una manera de identificarse con materiales locales, o sea una manera de tallar esculturas
cuyo resultado son pequeños rastros arqueológicos de nuestro entendimiento actual de la
historia nacional. Estas piezas, más cercanas a la tierra que todos aquellos monumentos que
pretenden acceder al cielo, despiertan emociones y pensamientos que no buscan ensalzar la
nación, sino mostrar su existencia concreta.

Uno de los procesos más importantes de la memoria y la conservación cuyo registro no es el
monumental es el de la reutilización, el reciclaje, el abandono y el olvido que permiten
después retomar y rehacer. Ese es uno de los principios que marcan la práctica artística de
Diego Pérez – el reusar y por tanto resignificar a los objetos. Por ejemplo, la maqueta abierta
esculpida a partir de un bloque de mármol originalmente perteneciente al Palacio de Bellas
Artes, descartado durante una renovación, sugiere justamente la reconstrucción de la
memoria a través no de la unificación y centralización en un monumento, sino de la
fragmentación y apertura propias de la cotidianeidad. Tomar un trozo de esa historia
resplandeciente, clasicista y a gran escala para convertirla en un espacio común en miniatura
refleja las formas en las que se sedimentan realmente las narrativas de nuestra vida colectiva.
Las piedras de apnea, diseñadas de entrada para ser olvidadas en el fondo del mar, muestran
también el potencial de ser recuperadas en un lejano futuro que decidirá entonces cómo
interpretar sus formas semi-abstractas y sus materiales tradicionales.

Esta historia de arena es una aproximación estética a un problema de representación en la
gran narrativa nacional que se cuenta a través de objetos e imágenes. Desde las
reconstrucciones arqueológicas hasta las ilustraciones de libros de texto, la nación se
produce a sí misma como un gran tejido de monumentos, a pesar de las críticas y
revaloraciones desde la profesión de la historia. Diego Pérez nos ayuda a recordar que no
todo es sagrado, que lo que nos une no son tanto las monumentales siluetas de la historia de
bronce sino aquellos fragmentos descartados de la vida diaria, las pequeñas y profundas
narrativas que tenemos en común y cuyo destino es el cambio. Después de todo, cuando
tomamos un puñado de arena y lo soltamos, siempre quedan sutiles rastros en la piel.

 

David Murrieta

 

DIEGO PÉREZ
HISTORIA DE ARENA (HISTORY OF SAND)
SEPTEMBER 5 – OCTOBER 31, 2020

Two axes compose the exhibition: the impermanence of the monumental and the permanence
of that which could seem ephemeral, in terms of everyday practices and common objects. The
sand castle represents the first axis: thinking about the implications of the monument, which in
principle makes an event or a particular historical perspective permanent, the transformation of
the castle suggests that despite the apparent solidity of those views of history, they, too, are
subject to profound changes with the passing of time. The importance of said views is clear
when we consider the way in which Mexico, as a nation and as a state, has constructed and
reconstructed its own past throughout two centuries. From creole to post-revolutionary
nationalism, the figure of pre-Hispanic peoples has guided conceptions on the origin of
Mexicans; nevertheless, interpretations have varied in significant manners. Where intellectuals
of the 19th century saw the indigenous as a classical past and as a present to be overcome
through modernization, the 20th-century Revolution redefined it as a tragic past in need of
recovery, although yet subjected to a modernizing discourse.

Many of the reconstructions of pre-Hispanic edifices undertaken by Mexican archaeologists
throughout the 20th century were accompanied by ideals that combined nationalism in politics
with indigenism in aesthetics. They took as departure point completely demolished structures
(like the sand castle in its ultimate state) in order to recreate entire architectures in a somewhat
speculative way, given the scarcity of pictorial representations of most of those buildings. The
scientific certainty with which we are currently moved to think the history of Mexico from 20thcentury
archaeology is part of the play presented by the sand castle, as a miniature
monumental structure whose destiny is to be rebuilt time and again. Monumentality, in this
sense, is deceitful, since it appears to be erected over space and time, over human history,
when ultimately it is also subject to historical interpretation and reinterpretation of every
generation.

This is the sense of the exhibition’s name: the history of sand considers both the multiplicity of
narratives and the inevitability of its ruin and transformation, as against monumental and
reverential history, as Friedrich Nietzsche called it, and which historian Luis González y
González popularized under the concept of the history of bronze. It turns events sacralized into
monuments the axis of all historical development, that which shapes past and present events,
which will forge a future with the same direction. It is history represented by the immobility of
patriotic statues, by all those national referents that suggest, in school textbooks, that Mexico is
a transcendental entity, and that indigeneity constitutes a distant and petrified past. In other
words, it is a type of history that ignores the contemporaneity, as well as the diversity, of
indigenous peoples in the country.

As the artist suggests, all monumental works are accompanied by loss; there is a will to power
that chooses to elevate a particular understanding of the world to a transcendental plane and
to leave others to be forgotten in everyday existence. For instance, in a wall of what is now the
Museum of Mexico City, which was before a viceregal palace erected in 1536, a Mexica piece
in the form of a serpent’s head survives, which the Spanish architect used as building block
and symbol of power. This constant reminder of the victory of the Tlaxcalan-Spanish alliance
over the Mexicas was a referent not for the writing of History or an architectural innovation, but
a way to show the people walking before the palace what the new shape of their society was.
Nonetheless, it is in that everyday register that numerous elements of indigenous cultures that
changed during the colonial period survive, even after the formation of Mexico as an
independent state and its many times open hostility towards indigeneity.

The installation that composes the second part of the exhibition, built with common materials
and which includes pre-Hispanic-inspired motifs, alludes to the history upon which the
everyday life of the country is constructed, in which the memory of the indigenous constitutes a
collective subconscious. The burial of indigeneity by colonial Spanish and independent
Mexican governments was corresponded, by post-revolutionary and contemporary
governments, with a kind of unburial through renovations of the historical discourse about the
nation and its deployment in Mexican archaeology as an imaginary worthy of remonumentalizing.
However, this imaginary excluded, to a certain extent, the continuities that
turn those grand national events into a sand castle: those traditions and everyday practices
that will keep evolving beyond our times, whether in the form of an identity rooted in local
materials, or whether in a style of sculpting whose result is small archaeological traces of our
current understanding of national history. These pieces, closer to the earth than all those
monuments pointed skywards, evoke emotions and thoughts that do not seek to extol the
nation, but show its concrete existence.

One of the most important processes of memory and preservation whose register is not
monumental is that of reuse and recycling, the abandonment and forgetfulness that later allow
others to retake and remake. This is one of the principles that mark Diego Pérez’s practice –
the reuse, and therefore the resignification, of objects. For example, the open model sculpted
from a marble block originally belonging to Mexico City’s Palacio de Bellas Artes, discarded
during a renovation, suggests the reconstruction of memory not through unification and
centralization into a monument, but the fragmentation and openness proper to everyday life.
Taking a piece of that resplendent, classicist, large-scale history in order to turn it into a
miniaturized common space reflects the ways in which the narratives of our collective life are
sedimented. The freediving stones, designed from the start to be left and forgotten in the
bottom of the sea, also show the potential to be recovered by a distant future that will then
decide how to interpret its semi-abstract forms and traditional materials.
This history of sand is an aesthetic approach to a problem of representation in the grand
narrative of the nation that is told through objects and images. From archaeological
reconstructions to the illustrations in school textbooks, the nation produces itself as a great
tapestry of monuments, despite criticism and reevaluations from professional historians. Diego
Pérez helps us remember that not everything is sacred, and that what brings us together is not
really the monumental silhouettes of the history of bronze but that which finds, in discarded
fragments of everyday life, the small and profound narratives we have come to share, and
whose destiny is change. After all, when we grasp a handful of sand and let it go, subtle traces
always remain upon the skin.

 

David Murrieta